Sobre mí

Estudié psicología en la Universidad de Santiago de Compostela allá por el año 95, licenciándome en la especialidad de psicología clínica. Por entonces ya empezaba a intuir que el camino, lejos de haber acabado, no había hecho más que empezar.

Son ya muchos años estudiando, conociendo diversos modos de llevar a cabo mi trabajo, intentando nutrirme de todas las perspectivas que he podido. Viviendo siempre en primera persona lo que después ofrezco para poder acompañar con honestidad a quienes depositan en mí su confianza. A lo largo de este tiempo voy afinando cada vez más mis herramientas y eligiendo opciones más efectivas para trabajar, mientras continúo ampliando mi conocimiento en un viaje fascinante que nunca acaba.

Descubrir la novedosa ciencia conductual-contextual y, en su vertiente práctica, ACT (Terapia de Aceptación y Compromiso) fue como llegar a casa tras un largo camino de búsqueda. Al fin encontraba un enfoque con las máximas garantías científicas y que a la vez tenía la valentía y la habilidad de incorporar aspectos que habían estado demasiados años fuera del foco de estudio en los laboratorios científicos, como los valores personales, la vida con sentido o la importancia del mindfulness y vivir el momento presente. Un enfoque que además, reencuadra a la psicología en el marco más amplio de la teoría de la evolución, de donde nunca debió salir.

Fue un feliz encuentro y ha sido sencillo implementarlo en mi práctica profesional porque lo que me ha aportado ha sido el marco común en el que organizar muchas de las herramientas de las que ya disponía y lo que había llegado a ser mi trabajo tras años de búsqueda y estudio.

Del humanismo, por ejemplo, se extrae un énfasis en los valores de cada uno como el modo de marcar el rumbo en la vida. Se extrae también cierto modo de relacionarse con el cliente desde el máximo respeto, con una mirada atenta y una escucha activa, tratando de crear un espacio fértil libre de juicios para ser uno mismo. Pero, por encima de todo, del humanismo se extrae también el énfasis en un estatus de igualdad entre terapeuta y cliente, huyendo de patologizar o poner etiquetas diagnósticas. Del existencialismo nace el acento en atender el lado menos agradable de la vida, la necesidad de integrar la existencia tal cual es y la libertad profunda que surge de la rendición a aquello que no podemos cambiar; de la sabiduría de las tradiciones espirituales por encima de todo procede el énfasis en el aquí y ahora, en acoger y hacer sitio a lo que es, frente a mantener una eterna guerra civil interior, las técnicas para desarrollar la capacidad de seguir nuestro camino junto a nuestras circunstancias y no a pesar de ellas, de encontrar ese lugar interior que sirve de ancla y que no deja que ninguna tormenta, por fuerte que sea, pueda arrastrarnos y torcer nuestro rumbo.

Todos estos aspectos se integran perfectamente en la terapia de Aceptación y Compromiso. Son solo algunos ejemplos desde mi experiencia personal, si quieres conocer más detalles haz clic en la sección bajo estas líneas «mi hoja de ruta». Y si quieres saber más sobre mi manera de trabajar visita la sección Psicoterapia.

Mi hoja de ruta

Por si mi trayectoria formativa es de tu interés, esta sección contiene la hoja de ruta que he ido dibujando con el paso de los años en mi afán de encontrar las mejores maneras de ayudar a la gente a aliviar su sufrimiento y mejorar su calidad de vida.

El viaje comienza en la universidad donde nos acercaban a la corriente cognitivo-conductual que, al menos entonces, era la “regla de oro”. Al acabar la carrera sentía que necesitaba saber más, porque había cosas que no me convencían demasiado y otras que faltaban y que me parecían esenciales para comprender el comportamiento. Las psicoterapias humanistas (entendidas como una denominación “paraguas” bajo la que se agrupaban una amplia diversidad de enfoques y prácticas terapéuticas) habían surgido en su momento como respuesta a esa falta, buscando incluir en el foco de atención todos aquellos aspectos que “nos hacen humanos” y que por cuestiones quizá principalmente metodológicas estaban fuera del campo de estudio de la psicología académica en aquellos años.

Un tipo de técnicas muy potentes a la hora de generar catarsis y estados alterados de consciencia pero que pueden quedarse muy cojas a la hora de traducir las potentes experiencias vividas en cambios reales en el día a día.

Así que decidí explorar qué tenían que aportar otras corrientes, sintiéndome inicialmente atraída por la psicología transpersonal, explorando técnicas como la respiración holotrópica de Stanislav Grof, la psicosíntesis de Salvador Roquet o el uso ancestral de la ayahuasca como vía de curación en las culturas chamánicas. Un tipo de técnicas muy potentes a la hora de generar catarsis y estados alterados de consciencia pero que pueden quedarse muy cojas a la hora de traducir las potentes experiencias vividas en cambios reales en el día a día. Y eso sin entrar a considerar el grado de riesgo que encierran, sobretodo en malas manos. He sido testigo de ambas cosas, de los riesgos potenciales y del peligro de quedarse anclado en un círculo vicioso, acumulando experiencia tras experiencia sin llegar prácticamente a nada, en un estado de angustia expectante, ansiando que la próxima sea la definitiva y nos “cure”.

El problema puede ser que se agrande (o se genere) una visión de uno mismo como alguien defectuoso, que le que sobran o faltan piezas, que necesita reparación o que no debe flaquear en la batalla contra sí mismo. Y lo malo de las guerras civiles es que siempre se pierde, incluso cuando se gana.

Fue una sorpresa descubrir que en la tradición cristiana también existía un método de atención plena de larga tradición que estuvo desterrado durante muchos siglos.

De ahí mi interés se volvió hacia métodos de aproximación al inconsciente mucho menos dramáticos, pero no por ello menos efectivos, como es el caso de la psicología Junguiana llegando incluso a realizar un máster en la Universidad Ramón Llull. Estos estudios me aportaron principalmente un acercamiento al mundo de lo simbólico y un modo de mirar, acompañar y buscar sentido al contenido de los sueños, la creatividad o la imaginación, dependiendo siempre de cada persona y para cuando resulte útil.

Fue una época de exploración de numerosos enfoques. La logoterapia de Victor Frankl me acercó a las psicoterapias existencialistas y a la bellísima e inspiradora obra de Irving Yalom. Entre las técnicas que podríamos denominar de mindfulness o atención plena, destacaría haber conocido la Oración Contemplativa (o, en su versión más “reciente” la Oración Centrante). Fue una sorpresa descubrir que en la tradición cristiana también existía un método de atención plena de larga tradición que estuvo desterrado durante muchos siglos (desde la Reforma hasta el Concilio Vaticano II). Muchas veces las técnicas orientales resultan un poco “ajenas” en la cultura occidental y muchas personas pueden beneficiarse de un enfoque culturalmente mucho más cercano y que encaje con sus creencias si es necesario. También destacaría especialmente, como método de Mindfulness en movimiento, las danzas derviches y las danzas de Gurdjieff.

Otra técnica que quise conocer de cerca fueron las constelaciones familiares de Bert Hellinger ya que llaman poderosamente la atención de muchas personas. Un trabajo muy llamativo y bastante sorprendente, pero que carece completamente de base científica. Es muy difícil decir si se cumplen los objetivos que las personas se marcan cuando acuden porque no suele hacerse un seguimiento y de hecho, en mi experiencia personal, he visto escasos o ningún avance en los participantes incluso aunque las sesiones hubiesen sido muy llamativas y aparatosas y se hubiesen movido muchas emociones. En mi humilde opinión, es un poco como el cuento del traje nuevo del emperador… nadie se atreve a señalar lo obvio ante una puesta en escena tan aparatosa y conmovedora. A pesar de esto, conocer este enfoque me ayudó a tener más en cuenta las dinámicas sistémicas o, dicho de otro modo: el contexto grupal en el que cada persona está inmersa (familia, trabajo… etc.).

Por un tiempo pensé que había llegado a un punto muerto y que tendría que vivir con ello.

Finalmente decidí iniciar una formación más estructurada en la psicoterapia humanista y busqué un enfoque integrador que me permitiese tener una visión general y extraer las herramientas más efectivas de estas corrientes. Me formé estudiando dos másters sobre psicoterapia humanista (máster en psicoterapia humanista integrativa y máster en psicoterapia integradora humanista) que me ofrecieron numerosas y valiosas aportaciones. Conocí la Gestalt, el Análisis Transaccional, el Focusing, la Bioenergética, el trabajo con valores… etc. Pero pese a todo, aún me sentía un poco entre la espada y la pared. Por un lado, lo que había conocido que aportaba la ciencia al trabajo psicoterapéutico se quedaba muy cojo en abarcar la realidad de la existencia del ser humano. Y por otro, los acercamientos que sí abarcaban esa realidad, me dejaban con una sensación de no pisar terreno del todo firme… me faltaba la validación científica. Por un tiempo pensé que había llegado a un punto muerto y que tendría que vivir con ello.

Pero no fue así. En un momento dado, el trabajo de Seligman y el auge de la Psicología Positiva hicieron que volviese la mirada de nuevo a qué se estaba haciendo en la academia. La sorpresa fue mayúscula y muy grata… al fin la ciencia se había arremangado y había afrontado el reto de poner bajo la lente del microscopio realidades que no hace tanto era impensable que atendiese. Estuve un buen tiempo devorando investigación sobre Psicología Positiva y también leí las críticas que estaba recibiendo ya que efectivamente, parecía que en su afán de incorporar lo positivo a la psicología se estuviese escorando demasiado hacia ese polo de la realidad, dejando de lado el polo opuesto. Estaba, sin pretenderlo, sesgando la visión del ser humano, reduciendo el foco de atención casi solo a las vivencias “positivas” y embarcándonos en una búsqueda de la felicidad que pone todo el empeño en fomentar lo “bueno” y “huir” de lo malo, incluso mezclándose en la mente de muchos con el movimiento del pensamiento positivo, ese movimiento tan egocéntrico que postula que basta con pensar en positivo para conseguir lo que deseas. Pero la ciencia, por definición, siempre se supera a sí misma y la Psicología Positiva se ha desarrollado para matizar más los conceptos de positivo y negativo y crear un diálogo entre ambos polos más realista. Es lo que se ha llegado a denominar la Psicología Positiva 2.0.

Lo que encontré en la ciencia contextual fue un fundamento teórico apasionante que me ofrecía todo lo que había estado echando en falta.

Fue más o menos por entonces cuando me topé con la ciencia contextual y la terapia de aceptación y compromiso (ACT). No tengo dudas de que han tenido que influir en el golpe de timón que ha dado la Psicología Positiva y tengo la intuición de que algún día podrían converger, si es que no lo están haciendo ya. Lo que encontré en la ciencia contextual fue un fundamento teórico apasionante que me ofrecía todo lo que había estado echando en falta. Los creadores de ACT dedicaron previamente 30 años a desarrollar una ciencia sólida que la sustentase y de ahí nació la Teoría del Marco Relacional sobre la que se apoya no solo ACT (Terapia de Aceptación y Compromiso) sino las terapias bajo el denominador común de “terapias de tercera generación” (primera generación: conducta, segunda: cognición, tercera: contexto). La terapia analítica-funcional (FAP), la activación conductual (BA), la psicoterapia cognitiva basada en mindfulness (MBCT), la terapia de exposición y prevención de respuesta (ERP), son algunos ejemplos de terapias contextuales.

Desde los tiempos de la universidad me resistí a la idea de vernos como máquinas que se han estropeado o que han salido defectuosas de fábrica. Siempre pensé que cada historia personal tiene un sentido y refleja quién es esa persona que la ha vivido, sus valores, sus vivencias, sus creencias, sus circunstancias. El énfasis en el contexto para entender el comportamiento humano no solo reconoce sino que valora ese sentido, consiguiendo lo que una vez me dijo una sabia compañera de profesión acerca de cuál es el objetivo de nuestro trabajo: devolverle su dignidad a las personas.